El Musico Ciego - Страница 1

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En la Ucrania rural, una pareja de propietarios acomodados tiene un hijo que ha nacido ciego. Mientras el padre se desentiende del niño, la madre, sensible y lúcida, decide fomentar y educar sus sentidos en la medida de sus posibilidades. La lectura constante y el contacto con la naturaleza: las estaciones, el viento, la nieve, los rumores de bosque y, sobre todo, la música, para la que el niño está especialmente dotado, logran que el joven ciego se convierta en una persona independiente y capaz. Sin embargo, en el ánimo del ciego subsisten preguntas que nadie sabe responder: ¿cómo son las nubes?, ¿el sol?, ¿las estrellas?

EL MÚSICO CIEGO

En la Ucrania rural, una pareja de propietarios acomodados tiene un hijo que ha nacido ciego. Mientras el padre se desentiende del niño, la madre, sensible y lúcida, decide fomentar y educar sus sentidos en la medida de sus posibilidades. La lectura constante y el contacto con la naturaleza: las estaciones, el viento, la nieve, los rumores de bosque y, sobre todo, la música, para la que el niño está especialmente dotado, logran que el joven ciego se convierta en una persona independiente y capaz. Sin embargo, en el ánimo del ciego subsisten preguntas que nadie sabe responder: ¿cómo son las nubes?, ¿el sol?, ¿las estrellas?

Traductor: Abollado Vargas, Juan Luis

©1886, Korolenko, Vladimir Galaktionovich

©2011, Ediciones Barataria

Colección: Bárbaros, 69

ISBN: 9788495764768

Generado con: QualityEPUB v0.34

Vladimir Korolenko

El músico ciego

I

Nadie se dio cuenta al principio. El niño tenía la mirada obscura, incierta, que tienen todos los niños durante algún tiempo. Pasaron días y semanas; sus ojos tornáronse brillantes; el globo del ojo quedó más saliente, pero el niño no movía la cabeza hacia los rayos de luz que entraban por la ventana mezclados con el alegre canto de los pájaros y con el murmullo del follaje de las hayas que adornaban el jardín. La madre fue la primera en notar la extraña expresión de la cara del niño, seria y poco movida.

Miró a su alrededor con espanto y preguntó:

—Decidme: ¿cómo puede ser esto?

—¿Cómo? ¿Qué dices? —le contestaron con indiferencia—. En nada se distingue de las demás criaturillas de su edad.

—Mirad cómo palpa con sus manecitas con extraño impulso.

—Es que el niño no puede relacionar todavía los movimientos de las manos con las impresiones de la luz —dijo el médico.

—Mira siempre en la misma dirección. ¡Es ciego! —exclamó la madre; y nadie fue capaz de poder tranquilizarla.

El médico tomó al niño en brazos, le acercó de pronto a la luz y le miró los ojos. Pronunció confusamente algunas palabras tranquilizadoras y se fue, prometiendo que volvería al día siguiente.

La madre lloraba; sufría mucho y estrechaba contra el pecho a su hijo, cuyos ojos continuaban inmóviles y serios.

Al cabo de dos días volvió el médico con un oftalmoscopio, encendió una luz, la acercó y apartó de los ojos del niño, miró a éste con atención, y finalmente con voz confusa y paulatina dijo:

—Por desgracia, tenía usted razón, señora; el niño es ciego y su ceguera es incurable.

La madre escuchó la noticia con silenciosa congoja.

—Lo sabía tiempo ha —dijo en voz baja.

*

El niño pertenecía a una familia poco numerosa. Constituíanla, además de la madre, el padre y el «tío Max», como todo el mundo le llamaba. El padre no se diferenciaba en nada de los demás terratenientes del sudoeste de Rusia; era de buen carácter, amable con los obreros, a los cuales, no obstante, vigilaba mucho, y tenía una sola pasión: la de construir molinos. Semejante afición le absorbía muchísimo tiempo, y por tal motivo en su casa se oía su voz raras veces; a la hora de comer, a la de almorzar y pocas veces más.

Siempre hacía a su mujer la misma pregunta:

—¿Te encuentras bien, palomita mía?

Se sentaba en seguida a la mesa, y únicamente terciaba en la conversación cuando quería decir algo de sus molinos. Un padre así, tan pacífico y descuidado, naturalmente, podía influir muy poco en el desarrollo del espíritu de su hijo.

Pero el tío Max ya era otra cosa.

Diez años antes, el tío Max había sido el joven más calavera y mala pieza, no sólo de las cercanías, sino también de las contratas 1. Por fin, al tío Max le invadió una gran cólera contra los austríacos y se fue a Italia. Por su parte, los austríacos no demostraron, al parecer, gran cariño hacia el tío Max. De vez en cuando en el Kurier, que era el periódico favorito de los terratenientes, podía leerse su nombre entre los de los más entusiastas defensores de Italia; y por último se supo por el mismo periódico que Maximilian Iazenko se había caído con su caballo. Los furiosos austríacos, que aguardaban desde largo tiempo la ocasión de pagarle los daños que les había causado, destrozaron al odiado volini. Pero los sables de los austríacos no pudieron obligar a que el alma terca y revoltosa de Max abandonara su cuerpo; y por eso alma y cuerpo se mantuvieron unidos, aunque el último resultase muy malparado. Sus compañeros le condujeron al hospital donde curó sus heridas. Al cabo de algunos años se dirigió Max de pronto a casa de su hermana y allí se instaló definitivamente. Ya nunca pensó en volver a las andadas. Le faltaba la pierna derecha, lo cual le obligaba a servirse de una artificial de madera, y tenía la mano izquierda tan maltrecha, que sólo podía utilizarla para apoyarse penosamente en el bastón. Se había vuelto más serio y más reposado, y sólo de vez en cuando hería con la lengua como en otro tiempo con el sable. No iba nunca a las ferias, muy pocas veces a las reuniones, y pasaba la mayor parte del tiempo en su biblioteca leyendo libros cuyo contenido ignoraban todos. Escribía algo, pero como sus trabajos no se publicaban ya en el Kurier, nadie creía que tuviesen importancia.

Por los años en que nació y creció el cieguecito en la casa señorial, ya tenía el tío Max algunas canas; a consecuencia de usar muletas, su cabeza se hundía entre los hombros y su cuerpo había tomado la forma de un rectángulo. Su singular aspecto, sus cejas contraídas con aire sombrío, el cric-crac de las muletas y la nube de humo de la pipa —su inseparable compañera—, que le rodeaba siempre, no eran muy a propósito para hacerle simpático a los extraños, y únicamente los que le trataban asiduamente sabían que en aquel cuerpo desventurado latía un corazón sensible, y que en aquella buena cabeza, cubierta de cabellos que parecían cerdas de cepillo, trabajaba siempre el pensamiento. Pero ni los que más de cerca le trataban, conocían cuáles eran las cuestiones que le preocupaban; sólo sabían que pasaba largas horas en la biblioteca con las cejas contraídas, la mirada sombría y rodeado de una nube de humo, pero no sabían que el guerrero viejo y estropeado ensartaba consideraciones filosóficas sobre la idea fija de que la vida es un combate, en el cual no hay lugar para los heridos; se empeñaba en creer que él fue expulsado de las filas de los guerreros y que sólo era un estorbo para los demás. En la lucha de la vida había perdido la batalla. ¿No sería cobarde acción arrastrarse por la tierra como un gusano? ¿No sería vergonzoso permanecer a las plantas del vencedor implorando piedad para las lastimosas ruinas de su existencia?

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