Archipielago Gulag - Страница 5
Y en la estación todo es bullicio, nadie advierte nada... ¡Ciudadanos a quienes guste viajar! No olvidéis que en todas las grandes estaciones hay una sección de la GPU y también unas cuantas celdas.
La insistencia de estos falsos conocidos es tan recia que un hombre que no esté curtido como un lobo en el campo penitenciario no acierta a sacárselos de encima. Y no creas que si eres funcionario de la embajada estadounidense y te llamas, por ejemplo, Alexander Dolgun, no pueden arrestarte en pleno día, en la calle Gorki, cerca de la Central de Telégrafos. Tu desconocido amigo se precipitará hacia ti atravesando la masa de transeúntes, abriendo sus enormes brazos: «¡Sa-sha!», sin disimular, a grito pelado. «¡Sinvergüenza! ¡Cuánto tiempo sin vernos! Anda, apartémonos un poco, que estamos estorbando a la gente.» Y en este lugar aparte, acaba de arrimarse al borde de la acera, en ese preciso instante, un coche Pobeda...* (Al cabo de unos días, la agencia TASS comunicará irritada en todos los periódicos que los círculos competentes nada saben de la desaparición de Alexander Dolgun.) ¿Qué tiene de particular? Si nuestros bravos mozos han practicado arrestos así, no ya en Moscú sino en Bruselas (de este modo cogieron a Zhora Blednov).
Hay que reconocer a los órganos de la Seguridad del Estado sus méritos: en una época en que los discursos de los oradores, las obras de teatro y la moda femenina parecen producidos en serie, las detenciones en cambio pueden presentar múltiples formas. Te llevan aparte en la entrada de la fábrica, una vez te has identificado con el pase, y ya estás; te sacan del hospital militar con fiebre (Hans Bernstein) y el médico no protesta (¡que se le ocurra!); te sacan directamente del quirófano, en plena operación de úlcera de estómago (N.M. Vorobviov, inspector regional de enseñanza, 1936) y te meten en una celda medio muerto y ensangrentado (como recuerda Karpúnich); consigues (Nadia Levítskaya) a duras penas una entrevista con tu madre condenada, ¡y te la dan!, pero resulta que el careo precede a la detención. En el supermercado Gastronom te invitan a pasar al departamento de pedidos [5]y te detienen allí mismo; te detiene un peregrino al que por caridad dejaste pasar la noche en casa; te detiene el fontanero que vino a tomar la lectura del contador; te detiene el ciclista que tropieza contigo en la calle; el revisor del tren, el taxista, el empleado de la Caja de Ahorros, el gerente del cine, cualquiera puede detenerte, y sólo te dejan ver su carnet rojo, que llevaban cuidadosamente escondido, cuando ya es demasiado tarde.
A veces, las detenciones llegaban a parecer un juego, tan fecunda inventiva y tanta energía superflua se depositaba en ello, cuando en realidad la víctima no se resistiría aunque no hubiera tamaño despliegue. ¿Pretendían los agentes justificar así su servicio y su gran número? De hecho, parece que hubiera bastado con enviar una notificación a todos los borregos designados y ellos mismos se habrían presentado sumisamente a la hora señalada, con un hatillo, ante los negros portones de hierro de la Seguridad del Estado para ocupar su porción de suelo en la celda que les indicaran. (A los koljosianos los cogían así. O es que iban a ir de noche hasta sus cabañas por caminos intransitables? Los llamaban al consejo rural y allí los apresaban. A los obreros no cualificados los ñamaban a la oficina.) Como es natural, toda máquina tiene una capacidad de absorción determinada, y ésta, si se sobrepasa, deja de funcionar. En los tensos y febriles años de 1945-1946, cuando llegaban de Europa convoyes y más convoyes que había que engullir a la vez para enviarlos al Gulag, ya no estaban para estos juegos, la teoría había quedado muy deslucida y se habían perdido las plumas del ritual. La detención de decenas de miles de hombres se resolvía como quien pasa lista: tenían todos los nombres, llamaban a los de un convoy, los metían en otro, y se acabó. [6]
Durante varias décadas, en nuestro país las detenciones políticas se distinguieron precisamente por el hecho de que se detenía a gente que no era culpable de nada y que por lo tanto no estaba preparada para oponer resistencia. Se había creado una sensación general de fatalidad, una convicción (bastante justificada, por cierto, dado nuestro sistema de pasaportes) 3de que era imposible escapar de la GPU-NKVD. Incluso en el peor momento de la epidemia de detenciones, cuando al salir a trabajar los hombres se despedían de sus familias cada día, pues no podían estar seguros de volver por la tarde, incluso entonces apenas se registraban fugas (y menos aún suicidios). Así tenía que ser: de la oveja mansa vive el lobo.
Se debía también a una falta de comprensión de la mecánica de la epidemia de detenciones. A menudo, los órganos de la Seguridad del Estado no tenían grandes fundamentos para elegir a quién había que detener y a quién dejar en paz. Se orientaban únicamente por una cifra de detenciones prevista. Para alcanzar esa cifra podía seguirse un procedimiento sistemático, pero también podían ponerse en manos del azar. En 1937 una mujer fue a las oficinas de la NKVD de Novo-cherkask para preguntar qué debía hacer con el niño de pecho de una vecina suya detenida. «Siéntese», le dijeron, «y ya veremos.» Permaneció sentada un par de horas y luego la sacaron de recepción y la metieron en una celda: debían completar rápidamente la cifra y no tenían bastantes agentes para enviarlos por la ciudad, ¡y a aquella mujer ya la tenían allí! Por el contrario, cuando el NKVD de Orsha fue a arrestar al letón Andrei Pável, éste, sin abrir la puerta, saltó por una ventana, logró escapar y se marchó directamente a Siberia. Y aunque vivió allí con su propio apellido, y su documentación decía muy a las claras que era de Orsha, [7]nunca fue encarcelado ni citado por los órganos de Seguridad del Estado, ni suscitó sospecha alguna. En realidad, existían tres grados de busca y captura: extensibles a toda la URSS, de carácter republicano, y regional. Casi la mitad de los detenidos en esas epidemias no fueron objeto de búsqueda más allá de su región. Cuando se iba a detener a una persona por circunstancias fortuitas, como por ejemplo la denuncia de un vecino, esa persona podía ser sustituida fácilmente por otro inquilino. Y lo mismo que A. Pável, las personas que caían casualmente en una redada, o en una vivienda rodeada por los agentes, y tenían la valentía de huir en aquel mismo momento, antes del primer interrogatorio-, nunca eran capturadas ni citadas a comparecencia. En cambio los que se quedaban a esperar justicia recibían una condena. Y casi todos, la aplastante mayoría, se comportaban con pusilanimidad, indefensión y resignación.
También es cierto que cuando faltaba la persona buscada, el NKVD hacía que los parientes se comprometieran, bajo firma, a no ausentarse, y, naturalmente, luego no les costaba nada empapelar a los que se habían quedado en lugar del que había huido.
El sentimiento general de inocencia engendraba una parálisis también general. ¿Y si, a lo mejor, a mí no me cogen? ¿Ysi todo se arregla? A. I. Ladyzhenski era jefe de estudios en la escuela del remoto pueblo de Kologriv. En 1937 un campesino se acercó a él en el mercado y le dijo de parte de alguien: «¡Márchate, Alexandr Iványch, estás en las listas!».Pero se quedó: «Soy yo el que lleva el peso de la escuela y da clase a sus hijos,¿cómo pueden detenerme?». (Lo detuvieron al cabo de unos días.) No todo el mundo veía las cosas como Vania Levitski a los catorce años: «Toda persona honrada tiene que pasar por la cárcel. Ahora está papá, cuando yo sea mayor, también me encerrarán a mí». (Lo tuvieron en prisión veintitrés años.) La mayoría se aferra a una fútil esperanza: Si no soy culpable, ¿a santo de qué pueden detenerme? ¡Es un error! Y cuando te estén arrastrando por las solapas, todavía exclamarás: «¡Es un error! ¡Tan pronto como se aclare me soltarán!». Y aunque a los demás los detengan en masa, lo que también es absurdo, siempre podemos dudar ante cada caso individual: «¿Quién sabe si éste,precisamente...?». ¡Pero tú, qué va! ¡Tú eres inocente, claro que sí! Todavía crees que los órganos de la Seguridad del Estado son un ente humano y lógico: tan pronto como se aclare me soltarán.