Archipielago Gulag - Страница 2

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ALEXANDR SOLZHENITSYN

Archipiélago Gulag (1918-1956)

A todos los que no vivieron lo bastante

para contar estas cosas.

Y que me perdonen

si no supe verlo todo,

ni recordarlo todo,

ni fui capaz de intuirlo todo

NOTA A LA EDICIÓN ESPAÑOLA

Hemos basado nuestra traducción y la confección de los apéndices y notas en la edición francesa publicada por Fayard (revisada y aumentada a su vez por el propio A. Solzhenitsyn). El lector encontrará a lo largo del texto tres tipos de llamadas:

—los asteriscos (*) indican conceptos aclarados en el glosario final;

—las letras voladas (')corresponden a las notas del traductor y figuran siempre a pie de página;

—por último, los números volados (') remiten a las notas del autor recogidas en los apéndices. [En la digitalización he preferido incluir las notas del autor también a pie de página, como las notas del traductor, respetando la numeración original, en lugar de dejarlas al final del libro, de modo que las notas a pie de página que figuren con números serán las del autor, y las que figuren con letras serán las del traductor. Nota del digitalizador).

El editor

En el año de mil novecientos cuarenta y nueve, unos amigos y yo dimos con una nota curiosa en la revista Priroda*de la Academia de Ciencias. Decía en letra menuda que durante unas excavaciones en el río Kolymá se había descubierto, no se sabe cómo, una capa de hielo subterránea. Esa capa había conservado congelados desde hacía decenas de miles de años especímenes de la misma fauna cuyos restos se habían encontrado en la excavación.

Fueran peces o tritones, lo cierto es que se conservaban tan frescos —atestiguaba el reportero científico— que, tras desprenderles el hielo, los integrantes de la expedición se los habían comido ahí mismo con sumo placer.

Podría parecer que la revista pretendía impresionar a sus pocos lectores con la alta capacidad del hielo para conservar el pescado. No obstante, pocos supieron captar el otro sentido, más verdadero y épico, que tenía la imprudente nota.

En cambio, mis amigos y yo lo comprendimos enseguida. Pudimos imaginarnos nítidamente la escena hasta en el menor detalle: los integrantes de la expedición quebrando el hielo ávidos y presurosos, y cómo, pasando por alto los excelsos intereses de los ictiólogos, luchaban a codazos por hacerse con un trozo de pescado milenario, derretirlo al fuego y saciar su hambre.

Lo comprendimos porque nosotros mismos fuimos en su día integrantes forzosos de este tipo de expediciones, habíamos pertenecido a la poderosa y singular estirpe de los zeks*la única del mundo capaz de comerse un tritón con sumo placer.

Kolymá era la mayor y más conocida isla, el polo de la crueldad del GULAG, un sorprendente país de geografía dispersa como la de un archipiélago y, al mismo tiempo, con una presencia en las mentes tan compacta como la de un continente, un país casi invisible, casi impalpable, poblado por la estirpe de los zeks.

Un archipiélago de cotos cerrados, incrustado como una tabla polícroma dentro de otro país, impregnando sus ciudades, flotando sobre sus calles. A pesar de ello, quienes no formaban parte de él no podían advertir su presencia. Y si bien eran bastantes los que tenían de él aunque fuera una vaga referencia, sólo lo conocían bien quienes lo habían visitado.

No obstante, cual si hubieran perdido el habla en las islas de' Archipiélago, éstos guardaban silencio.

Gracias a un inesperado giro de nuestra historia, afloró a la luz una parte de este Archipiélago, una porción insignificantemente pequeña. [1]Los mismos puños que nos habían puesto los grilletes ahora buscaban la reconciliación abriendo las palmas: «¡No conviene recordar! ¡No hay que revolver el pasado! ¡A quien recuerde lo pasado que le arranquen un ojo!». Pero el proverbio termina diciendo: «¡Y al que lo olvide que le arranquen los dos!». [2]

Pasan las décadas, y las llagas y las cicatrices del pasado van borrándose irreparablemente. En este tiempo, el resto de islas se quebró y se dispersó, quedaron cubiertas por las olas del gélido mar del olvido. Y llegará el día, en el próximo siglo, en que este Archipiélago, su aire, y los huesos de sus habitantes, congelados en un témpano de hielo, aparecerán como un inverosímil tritón.

No osaré escribir una historia del Archipiélago: no me ha sido dado leer la documentación pertinente. ¿Tendrá alguien acceso a ella algún día? Los que no desean recordarhan tenido tiempo suficiente (y el que tendrán todavía) para destruir todos los documentos hasta no dejar rastro.

Lejos de tomar los once años que pasé allí como una deshonra o una pesadilla maldita, casi llegué a sentir afecto por aquel mundo monstruoso y, convertido ahora por feliz circunstancia en depositario de relatos y cartas tardíos, tal vez logre exhumar algunos de aquellos huesos y de aquella carne. Una carne, por cierto, viva aún, y un tritón que todavía sigue con vida.

En este libro no hay personajes ficticios ni sucesos imaginarios. Las personas y los lugares llevan sus propios nombres y si sólo se indican con iniciales es por consideraciones personales. En aquellos casos en que no se citan nombres, se debe únicamente a que la memoria humana no los retuvo. Todo ocurrió como se relata.

Escribir este libro habría sido una tarea superior a las fuerzas de un solo hombre. Pero además de lo que saqué personalmente del Archipiélago —en mi piel, mi memoria, mi vista y mis oídos—, pude contar como material para este libro con los relatos, memorias y cartas que me ofrecieron:

[sigue una lista con 227 nombres].

No voy a expresarles aquí mi reconocimiento individual: que sea éste nuestro monumento común y fraterno a todos quienes sufrieron martirio y fueron asesinados.

Quisiera destacar de esta lista a los que pusieron gran empeño en ayudarme a conseguir que esta obra dispusiera de puntos de apoyo bibliográficos sacados de los actuales fondos de las bibliotecas, o de otros libros confiscados tiempo ha o destruidos, pues requiere gran tenacidad encontrar un ejemplar que se haya conservado; y quisiera destacar más aún a aquellos que me ayudaron a esconder este manuscrito en los momentos difíciles y a reproducirlo después.

Sin embargo, todavía no ha llegado la hora en que pueda atreverme a dar sus nombres.

Un viejo recluso de Solovleí, Dmitri Petróvich Vitkovski, debiera haber sido quien redactase este libro. Sin embargo, la mitad de su vida pasada allí (sus memorias del campo de reclusión se llaman precisamente Media vida)le acarreó una parálisis prematura. Cuando ya había perdido el habla, pudo leer únicamente unos pocos capítulos terminados de mi libro y convencerse de que se diría todo .

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